Naturaleza al rescate
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Un paseo por el bosque es un buen deporte para el cerebro. Así de fácil. Al menos eso sugieren las investigaciones hechas por médicos de todo el mundo.
Si acepta ir de excursión con David Strayer, prepárese: quizá le coloque electrodos en la cabeza. Tras años de estudiar los mecanismos de la mente para pensar con claridad, este psicólogo cognitivo de la Universidad de Utah, Estados Unidos, conoce bien los estímulos que aturden al cerebro moderno. Pero, dada su afición por las excursiones, cree tener el antídoto.
Llevábamos tres días acampando en los cañones cerca de Bluff, Utah. Strayer vestía una camiseta arrugada y estaba algo bronceado. Mientras él calentaba un guiso de pollo en una olla, 22 estudiantes de psicología escuchaban su explicación sobre el “efecto de los tres días”. El cerebro, afirma el experto, no es una máquina incansable de kilo y medio de peso. Nuestro frenético estilo de vida en esta era tecnológica lo agota con facilidad. Pero si nos relajamos y nos desconectamos del trabajo para contemplar la naturaleza, además de descansar fortaleceremos la mente. Strayer comprobó esta hipótesis con un grupo de personas de la asociación Outward Bound, cuyo desempeño en pruebas de resolución creativa de problemas mejoró un 50 por ciento tras una excursión. “Al parecer, la experiencia de vivir en el momento dos o tres días —dice Strayer mientras el sol del atardecer aviva el rojo de las rocas del cañón—, altera el pensamiento cualitativo”. Según la hipótesis de Strayer, entrar en contacto con la naturaleza permite que la corteza prefrontal, centro de mando del cerebro, descanse y se recupere como si fuera un músculo agotado. Si está en lo correcto, tras enchufar a los sujetos de estudio —o sea, a sus estudiantes y a mí— a un electro encefalógrafo portátil, nuestras ondas cerebrales mostrarán “ondas theta de la región frontal media”, asociadas al pensamiento conceptual y a la atención sostenida, más tranquilas que las que seguramente registrarán los participantes del grupo de referencia, que pasean en un estacionamiento de Salt Lake City. Strayer les pide a sus estudiantes que me coloquen una especie de gorra de baño con 12 electrodos, y luego me ponen otros seis en la cara. El cablerío enviará las señales eléctricas de mi cerebro a otro dispositivo para su análisis. Cual erizo de mar contra las rocas, me muevo con cuidado hacia un pradito a las orillas del río San Juan. No me han pedido pensar en algo específico. Solo contemplo el agua que fluye bajo los rayos del sol. Tampoco me he acercado a la computadora ni al celular en varios días. De hecho, por ratos me he olvidado totalmente de su existencia.
CAUTIVADO POR LA BELLEZA del valle de Yosemite, en 1865 el célebre arquitecto paisajista Frederick Law Olmsted, quien diseñó Central Park en la ciudad de Nueva York, solicitó a la asamblea legislativa de California que protegiera el área de la urbanización. “Está comprobado científicamente —escribió—, que contemplar escenarios naturales impresionantes de vez en cuando fortalece la salud del hombre y le da vigor”. Olmsted se sumó a una larga lista. Hace unos 2.500 años, Ciro el Grande construyó jardines recreativos en la ajetreada Persépolis. En el siglo XVI, Paracelso, médico suizo-alemán, escribió: “El arte de sanar es un don de la naturaleza, no del médico.” Y en el siglo XIX, los estadounidenses Ralph Waldo Emerson y John Muir impulsaron la creación de los primeros parques nacionales del mundo al afirmar que la naturaleza tenía el poder de curar el cuerpo y la mente. En ese entonces no había pruebas contundentes. Hoy sí las hay. Investigadores de la Escuela de Medicina de la Universidad de Exeter, en Inglaterra, analizaron la información de 10.000 citadinos. Aquellos que vivían cerca de áreas verdes dijeron sentirse menos angustiados, tendencia que se mantuvo tras los ajustes estadísticos por ingresos, estado civil y ocupación laboral (factores que repercuten en la salud). En 2009, otros investigadores holandeses encontraron que la incidencia de 15 padecimientos, como depresión y ansiedad, disminuía entre quienes vivían a menos de un kilómetro de espacios verdes. Según los hallazgos de Richard Mitchell, epidemiólogo y geógrafo de la Universidad de Glasgow, en Escocia, se registran menos decesos y enfermedades entre los que habitan cerca de zonas verdes, aunque no visiten dichos lugares. “Nuestros estudios y los de otros colegas confirman los efectos revitalizantes, salgamos o no de paseo”, señala Mitchell. Las personas que ven paisajes con árboles y pasto por sus ventanas se recuperan más rápido en caso de hospitalización, tienen mejor desempeño escolar y presentan menos conductas violentas. Para cuantificar los efectos de la naturaleza en el cerebro, investigadores japoneses de la Universidad de Chiba, encabezados por Bum Jin Park y Yoshifumi Miyazaki, formaron dos grupos de 280 sujetos. El primero visitaría 24 bosques distintos y el segundo caminaría por varios puntos de la ciudad. Quienes pasearon por los bosques se sacaron la lotería de la relajación: sus niveles de cortisol (hormona del estrés) se redujeron en 16 por ciento. Con base en tomografías obtenidas por resonancia magnética, investigadores surcoreanos comprobaron que el cerebro de los voluntarios expuestos a imágenes citadinas presentaba mayor irrigación sanguínea en el núcleo amigdalino, estructura que procesa la ansiedad y el miedo. Por otro lado, las imágenes de paisajes naturales provocaron actividad en la corteza anterior del cíngulo y en la ínsula anterior, áreas asociadas a la empatía y al altruismo. Para Miyazaki, el cuerpo y la mente se relajan en la naturaleza porque nuestros sentidos están diseñados para interpretar información sobre plantas y arroyos, no sobre autos y edificios. Y, sin embargo, menos del 25 por ciento de los adultos estadounidenses dice pasar más de 30 minutos al día en espacios verdes. “La gente subestima la influencia de la naturaleza en nuestra felicidad”, señala Lisa Nisbet, profesora adjunta de psicología en la Universidad de Trent, en Canadá. “No creemos que pueda aumentarla. Le atribuimos ese poder a las compras o a la televisión”, apunta. “Evolucionamos en espacios naturales. La falta de conexión actual resulta desconcertante”.
La naturaleza permite que la corteza prefrontal descanse y se recupere.
NOOSHIN RAZANI, del hospital UCSF Benioff de Oakland, California, se ha unido a las filas de los médicos que, en todas partes del mundo, están intentando restaurar nuestra unión con la naturaleza para curar la ansiedad y la depresión. Como parte de un programa piloto, la doctora capacita a los pediatras del área de consulta externa para recetar algo distinto a los niños y sus familias: excursiones frecuentes a las áreas verdes cercanas. El transporte es gratuito gracias a un acuerdo con el Sistema Regional de Parques del Este de la Bahía de San Francisco. Para convencer a médicos y pacientes de que el tratamiento tiene sentido, comenta: “hemos transformado el entorno clínico, de modo que la naturaleza está en todos lados. Tenemos mapas en las paredes, lo que facilita planear el itinerario de los lugares que se quieren visitar. Además, incluimos imágenes de la flora y fauna local”. En algunos países, la naturaleza es un ingrediente clave de las políticas gubernamentales de salud mental. Impulsados por los altos índices de depresión, alcoholismo y suicidio en su país, investigadores del Instituto de Recursos Naturales de Finlandia prescribieron dosis de cinco horas de naturaleza al mes a fin de mejorar la salud mental de los ciudadanos. “Al parecer, basta con caminar entre 40 y 50 minutos para experimentar cambios en nuestra fisiología, estado de ánimo y tal vez hasta en la atención”, sugiere Kalevi Korpela, profesor de psicología en la Universidad de Tampere, quien ha participado en el diseño de “senderos revitalizantes” para estimular la atención plena y la reflexión. En ellos, uno se encuentra letreros que dicen: “Puede agacharse y tocar las plantas”. Durante mi visita al Bosque de Recreación Natural Saneum, en Corea del Sur, un funcionario que se ostenta como “instructor del bosque de sanación” me ofrece una infusión de corteza de olmo y me lleva de paseo por un arroyo rodeado de arces rojos, cedros y pinos. Nos topamos con una serie de plataformas de madera en un claro del bosque. Cuarenta bomberos con síndrome de estrés postraumático se han colocado por parejas sobre dichas tarimas como parte de un programa gubernamental de sanación que dura tres días. Kang Byoung-wook, de 46 años, se encuentra entre ellos. Hace poco estuvo en un gran incendio en las Filipinas y luce exhausto. “Llevo una vida estresante”, comenta. “Quiero vivir un mes aquí”.
EN LA CIUDAD INDUSTRIAL de Daejeon, el ministro surcoreano de conservación forestal, Shin Won-Sop, sociólogo versado en el efecto de los bosques en los alcohólicos, me informa que el bienestar humano es un objetivo formal del plan nacional de bosques. Gracias a las nuevas políticas, el número de visitantes a los parques recreativos surcoreanos se incrementó al pasar de 9,4 millones en 2010 a 12,8 millones en 2013. “Claro que seguimos extrayendo madera de los bosques —explica Shin—. Pero para mí el gran valor de estos sitios es su poder curativo”. Según datos de su ministerio, las dosis de bosque reducen los costos de la atención médica y estimulan la economía local. Aún es necesario, asegura, contar con información acerca de padecimientos específicos y aquellos atributos naturales que marcan la diferencia. “¿Qué tipos de bosque producen los mejores resultados?”, se pregunta Shin.
MI CEREBRO CITADINO parece encontrarse muy bien acampando en Utah. De día, caminamos entre cactus con brotes de tunas; de noche, nos sentamos alrededor de una fogata. Los estudiantes están relajados, socializan más que en el aula y argumentan de manera convincente, dice Strayer. Sus investigaciones sobre el efecto de la naturaleza en nuestra capacidad para resolver problemas están fundamentadas en la teoría de que ciertos elementos visuales, como los atardeceres, los arroyos y las mariposas, reducen el estrés y el cansancio mental. Debido a que resultan fascinantes y nada exigentes, estimulan la atención sutilmente, y el cerebro aprovecha para divagar, descansar y recuperarse. Unos meses después de la excursión, el equipo de Strayer me envía mis resultados: gráficas coloridas que representan las distintas frecuencias de mis ondas cerebrales. Dicen que la fascinación que me produjo el río San Juan calmó mi corteza prefrontal. Comparado con las muestras del grupo que se quedó en la ciudad, mis ondas theta son de menor frecuencia. Hasta ahora, los resultados confirman la hipótesis de Strayer. ¿Qué pasa en nuestro cerebro cuando nos internamos en la naturaleza? Ningún estudio tiene todas las respuestas; siempre quedará algún misterio. Y tal vez así tenga que ser. “A fin de cuentas”, explica, “no salimos de excursión para obedecer un mandato de la ciencia; lo hacemos porque se siente bien”.
Fuente: RD