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Conoce Más Acerca De La Enfermedad Lyme

Una bacteria hábil y de bajo perfil –que se esconde, muta y confunde– se expande por el mundo y acaba con la calidad de vida de las personas

Sufrimiento Me duele cada centímetro de la piel. La fiebre casi llega a 40. Tiemblo. El desaliento y las náuseas no me permiten moverme. Mis ojos no enfocan. Parece que algo dentro del cuerpo me arranca los órganos, lentamente. Sospechan de malaria. Le ruego al médico que me inyecte antibiótico. Él no está seguro, pero cede. A los 20 minutos empiezo a sentir que me apago. Mi cerebro ya no se conecta con mi cuerpo. No puedo hablar. Ni respirar. Me voy. Me despido. De repente, el medicamento empieza a hacer efecto. Regreso. Hay tantas bacterias en mi organismo, que hacen una revolución en respuesta a la inyección. No quieren que se acabe la fiesta. Tal vez sí es malaria. Tengo cinco días de paz y luego el monstruo vuelve, pero recargado. El vértigo no se va. No sé sumar uno más uno, ni qué día es hoy. Mi memoria falla. Mi pierna izquierda no hace caso, mi brazo tampoco. Por momentos mis manos se quedan abiertas y no las puedo cerrar. Mi cerebro articula frases pero mi lengua no las puede exteriorizar. El cansancio siempre está y hace que pese hasta el alma. Paola Ribadeneira tenía la enfermedad de Lyme, pero no lo sabía. Tuvieron que pasar cuatro años y medio, y más de treinta médicos, antes de descubrir qué era lo que la estaba matando. Como ella, miles de personas en el mundo sufren por una bacteria sagaz que la comunidad médica ha denominado ‘la gran imitadora’. Se esconde, muta, confunde. A veces lleva la máscara de un síndrome de fatiga severo. Otras, se hace pasar por fibromialgia, lupus, encefalitis, meningitis o esclerosis múltiple. También se disfraza de depresión, Alzheimer, déficit de atención o ansiedad. Puede ser todo y nada. Desaparecer por meses y regresar con la fuerza de mil ejércitos. Aunque es una enfermedad subdiagnosticada, se calcula que al menos 300.000 personas se contagian al año en Estados Unidos, y en Europa la cifra es de 100 pacientes cada 100.000 habitantes. A pesar de ser característica de esas dos zonas, el cambio climático, la globalización, la urbanización desorganizada y el transporte de mercancía han permitido que se extienda por regiones donde nunca antes se había visto, como América Latina. “Según mapas de predicción de zonas de riesgo, no es descabellado pensar que se convertirá en una pandemia –le explica la médica mexicana Almudena Cervantes, una de las personas que más sabe sobre la infección en la región–. Se tiene reporte de pacientes en Colombia, Argentina y Brasil. En el 2014, la Organización Mundial de la Salud alertó al mundo sobre las enfermedades transmitidas por vectores, ya que el 50% de la población corre el riesgo de contagiarse de dengue, zika, leishmaniasis y Lyme, entre otras”. Impotencia Todo empezó en el 2013. Paola, aunque es colombiana, vivía entre Inglaterra y Ghana, y una garrapata la picó, sin que se diera cuenta. Tuvo unos días en los que estuvo decaída y fatigada, pero en los exámenes médicos no aparecía nada. Acababa de salir de un embarazo, “es normal”, le decían. Luego, los síntomas se complicaron, pero tuvo la mala suerte de que esa enfermedad misteriosa se le cruzara con otras que se robaron toda la atención. Una masectomía fue la primera distracción. Más adelantepasó por una histerectomía. Luego superó la malaria. Cuando se deshizo de todas esas dolencias, por fin pudo oír su cuerpo y seguir su intuición. Alguna explicación debía tener ese dolor de cabeza tortuoso que le duró siete meses y que apareció en compañía de corrientazos a través del cuerpo, náuseas, entumecimiento de un lado de la cara, depresión e irritabilidad. Tuvo ataques fuertes, investigó por años, reunió conocimientos y llegó a la conclusión de que sufría de Lyme, solo le hacía falta hacer los exámenes especializados para corroborarlo. Para ese entonces vivía en Ghana, así que viajó a Italia, de donde es su esposo, porque allí era más probable que le hicieran las pruebas que necesitaba. Consiguió un laboratorio en Boloña. Mi suegra me acompaña. Es una odisea. Ella, ya con sus años encima, me ayuda a llevar la carpeta de 200 páginas con mi historia clínica. Camino tres minutos y me tengo que sentar, mi corazón no bombea suficiente sangre. Siento que me voy a desmayar. Me sacan las muestras de sangre y las mandan hasta Alemania para que las evalúen. Los resultados tardarán semanas en llegar. Mientras espero, sufro de un episodio grave y termino en urgencias. Me van a hacer una evaluación psiquiátrica. “Si el médico no sabe, lo manda a uno al psiquiatra, yo necesito un buen internista”, les digo desesperada. Nadie hace nada. Salgo canalizada. Y frustrada. Solo me queda esperar los resultados, que eventualmente llegan. Tenía borrelia burgdorferi, borrelia miyamotoi, ehrlichia, anaplasma, chlamydia pneumonaie, yersinia, coxsackie virus. En definitiva, la enfermedad de Lyme. Conocimiento La enfermedad de Lyme es descubierta en 1977, por el doctor Willy Burgdorfer. En Conecticut aparecen más de cincuenta pacientes con un sarpullido extraño y dolores articulares. Burgdorfer se da en la tarea de averiguar cuáles son las causas y descubre que las responsables son las garrapatas. Aunque los casos en Estados Unidos se reportan desde ese momento, en Europa existen artículos que describen síntomas muy similares desde 1883. La garrapata es una especie de vampiro diminuto. Se engancha a la piel y chupa sangre hasta quedar satisfecha. Su boca secreta una especie de anestesia, así que la víctima no siente su presencia. Durante el tiempo que está ahí, agarrada, las bacterias que tiene en su estómago pueden trasladarse al cuerpo de su anfitrión y es en ese momento cuando un ser humano se infecta con Lyme (y con otras coinfecciones, por eso el diagnóstico de Paola era tan extenso). Al morder, el parásito produce una lesión que se conoce como 'ojo de buey': es un aro rojo, seguido de uno blanco y otro rojo. Esta es la señal que debería indicarnos que es hora de salir corriendo al médico, sin embargo, entre el 40 y el 60% de las personas no recuerda haberla tenido, ya sea porque no la desarrolló o porque se encontraba en zonas donde no podía verla. Aunque lo más probable es contagiarse por medio de una garrapata, hay otras posibilidades: “La enfermedad se ha transmitido a través de otros insectos –le explica la neuróloga estadounidense Elena Frid, experta en trastornos autoinmunes inducidos por infecciones y una de las médicas más prominentes en el estudio y el tratamiento de la enfermedad–. Entre ellos, tábanos, arañas, pulgas, piojos… También pasa de la madre a su bebé en el útero, y hay algo de especulación sobre la posibilidad de la transmisión sexual, pero no se ha comprobado científicamente”. La bacteria que produce la enfermedad tiene forma de espiral y esto le permite atravesar zonas viscosas, como si fuera un tornillo. Allí se protege de los antibióticos a los que les cuesta semanas y hasta meses llegar. En ese tiempo, puede afectar desde el sistema nervioso hasta el inmune, no hay ninguno que se salve. Confirmación ¿Cómo descubrir a ‘la gran imitadora’? “Hay que levantar una bandera de alerta cuando los pacientes tienen síntomas atípicos de enfermedades comunes –explica Frid–, cuando no se mejoran con los tratamientos tradicionales y cuando han visto múltiples especialistas por una manotada de dolencias, sin que se les dé un diagnóstico específico. En estos casos sugiero que se estudie la posibilidad de infección por un vector, que puede afectar incluso el cerebro”. Existen diferentes genoespecies de la bacteria, lo cual complica el diagnóstico. “Según la especie, las manifestaciones clínicas son diferentes –dice Cervantes–. En Estados Unidos los síntomas son más articulares, en las rodillas o las manos; en Europa, son más neurológicos, como parálisis facial o embotamiento cerebral. En este sentido, no hay una prueba 100% fiable. Un viajero de Canadá viaja a Europa y regresa enfermo. Le dicen que puede ser Lyme. En Estados Unidos le hacen pruebas pero salen negativas porque la genoespecie de su bacteria no la estudian en América. En Europa, en cambio, sale positiva”. Aunque la enfermedad se ha estudiado por cuatro décadas, todavía se conoce poco sobre ella y, lo que es más importante, no existe un diagnóstico apropiado. Comúnmente, la primera prueba que se hace es Elisa (la misma con la que se detecta el VIH), pero esta debe complementarse con otra, conocida como Western Blot, que no suele realizarse en los países donde la enfermedad no es endémica, como Colombia. Aquí, un paciente que sospecha que puede tener la infección debe enviar las pruebas a Estados Unidos o Alemania, y corre el riesgo de que no den con la bacteria. “Estos exámenes pueden equivocarse 88 veces de 200 pacientes estudiados”, anota Frid.

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La vacuna está en la fase dos, pero Estados Unidos ha urgido a los científicos para que aceleren el proceso, ya que es la sexta enfermedad más notificada en ese país y puede resultar muy costosa para el sistema de salud. Escepticismo Hoy tomo al menos 50 pastillas al día. Máximo 56. Esta enfermedad es, además, muy costosa: uno de los tarros puede costar 90 dólares y necesito seis al mes. Cuando has llegado a un estado crítico sin ser diagnosticado, tu mal estado de salud se convierte en una bola de nieve que crece y crece. Una infección que produce una inflamación crónica va dañando las otras funciones del organismo. Dejas de metabolizar correctamente hasta los alimentos y no logras eliminar las toxinas. Tu mitocondria no funciona y no generas energía. Por eso tomo tantas pastillas, para ayudar a desintoxicar, metabolizar y fortalecer mi sistema inmune. Tomo antibióticos para cada infección, medicamentos homeopáticos, vitaminas, remedios para equilibrar la flora intestinal, sueros… Además tengo que comer muy bien. Cero azúcar, alcohol, lácteos, gluten y carbohidratos. Por cuenta de ese monstruo hábil y cauteloso, Paola se trata sola. Hoy vive en Egipto y no ha encontrado a un especialista que entienda la enfermedad. Todavía hay tanto desconocimiento y escepticismo en la comunidad médica, que muchos pacientes son tildados de hipocondriacos y terminan diagnosticándose solos. “A los médicos en Latinoamérica nos cuesta creer que la enfermedad haya atravesado fronteras, porque la garrapata no vuela –explica Cervantes–. El otro día vino un paciente con parálisis facial y me dijo que en diciembre vendía árboles de Navidad, traídos de Canadá. Me contó que al abrirlos se encontraba tarántulas, serpientes, mapaches… ¿No es muy posible que también haya garrapatas? Los médicos debemos estar más abiertos a las posibilidades, a buscar respuestas, a investigar. Tenemos que dejar de decirles a los pacientes que tienen problemas psicológicos cuando siguen manifestando síntomas. Tenemos que creerles hasta que descartemos todo”. Se ha comprobado que el avance de la enfermedad es dramático. Si un caso de Lyme se descubre a tiempo, puede combatirse con antibióticos orales, en un periodo que oscila entre los 14 y los 21 días, (solo entre el 20 y el 25% de los casos en Estados Unidos se descubren tempranamente). Si avanza más de seis meses, hay que tratarlo con antibióticos intravenosos, al menos por un mes y medio, pero ya en ese punto es posible que la infección se haya extendido demasiado o que haya tenido efectos graves en el organismo, como desencadenar una enfermedad autoinmune que requerirá tratamiento de por vida. Mery Zambrano parece haber detectado la enfermedad a tiempo. La cogió en un viaje a Europa. Al llegar a Colombia, los síntomas, que en el viaje se parecían a los de un resfriado, fueron escalando. La pierna se le calentaba y se brotaba con pequeños puntos rosados, las manos se le ponían azules, se le empezó a caer el pelo, sentía que un montón de bichitos se la arrastraban sobre la piel, tenía tirones eléctricos en la punta de los dedos, sufría de dolores de cabeza, sudoración y taquicardia. Pasó por cerca de 70 médicos y lleva consigo una carpeta gorda y pesada que lo comprueba. Dermatólogos, internistas, reumatólogos, neurólogos, infectólogos… Hasta que un alergólogo sospechó que tenía una enfermedad mediterránea. Le hicieron los exámenes necesarios, los mandaron a Europa y le diagnosticaron Lyme. Desde mayo toma dos antibióticos orales al día. Ya se siente mejor. No sabe hasta cuándo estará en tratamiento, pero siente alivio de haber encontrado especialistas dispuestos a aprender sobre la enfermedad para tratarla y de que el seguro haya cubierto sus necesidades. Fortaleza Paola habla con tanta experticia de la enfermedad, que la médica parece ella. Uno cree, cuando la oye, que la disciplina, la persistencia y la fortaleza que le inculcaron sus padres serán suficientes para que acabe con la infección. No obstante, si uno pone atención, detrás de tanta seguridad se esconde una incertidumbre arrolladora que la atemoriza. Hoy está un 70% recuperada, ¿pero qué pasará mañana? Por eso sigue buscando a alguien que la asesore. A pesar del apoyo incondicional de su esposo y sus dos hijos, se siente sola. Y todos los días son un desafío. Yo ya no puedo trabajar. Hay un componente psicológico muy difícil detrás de esta enfermedad. Genera frustración y sentimiento de culpa. Te conviertes en una carga. Hemos gastado más de 24.000 dólares de nuestro bolsillo. Todo eso también hay que aprenderlo a manejar. Yo no creo en Dios y, desde niña, me enseñaron que a mí nadie me iba a salvar. Así que confío en mí y en la medicina. Me pongo la capa de superhéroe, aprovecho los días que estoy bien y nunca hago planes.

Fuente: Revista Cromos

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